
Una cocina a prueba de ratones
Saira Shah
Salamandra 2014
En el valle, los huertos junto al río están dando sus frutos. Tomates de un rojo oscuro penden de sus tomateras; las alcachofas llevan muy altas las enormes cabezas; y en las pulcras hileras destacan los colores vivos de judías verdes, calabacines, pimientos y berenjenas.
Me gusta leer sobre las vivencias de las personas que se deciden a cambiar totalmente el rumbo de sus vidas y mudarse a un lugar lejano, comprar una casa para reformar y personificar su particular choque de civilizaciones.
Es precisamente lo que pasa en la novela de la periodista inglesa Saira Shah, Una cocina a prueba de ratones. Sus protagonistas, Anna y Tobias - ella cocinera, él compositor – están planeando vender su casa en Londres para comprar una finca en Provenza, cerca de Aix-en-Provence. En su caso no se trata de un capricho de una pareja de ricachones de la City aburridos de ganar cantidades ingentes de dinero y ansiosos por encontrar el sentido de la vida entre los campos de lavanda. Anna estudió en una escuela de cocina precisamente en Aix, conoce la zona y habla el idioma, mientras su marido necesita tranquilidad para poder concentrarse en su música. Además, dentro de unas pocas semanas va a nacer su primer hijo. Hasta aquí todo perfecto. No obstante, cuando llega por fin el tan esperado alumbramiento, las cosas empiezan a torcerse a más no poder…
Freya nace con una parálisis cerebral severa. Nadie sabe cómo va a evolucionar su enfermedad, si podrá moverse, si un día sonreirá, si vivirá más de unos pocos meses. No sé ni quiero imaginarme cómo reaccionaría yo en esta situación, ni tampoco me atrevería a aconsejar nada a unos padres como Anna y Tobias. Ellos, después de unas semanas, dejan a la niña en el hospital y se van unos días al sur de Francia a comprar la casa donde quieren ¿cuidar de su hija?, ¿esperar a que muera?, ¿intentar a vivir a pesar de todo? Para el colmo, resulta que no disponen de suficientes medios como para poder permitirse una casa en Provenza. Al final compran una destartalada finca llamada Les Rajons en el Languedoc, a unas dos horas en coche desde Montpellier. Unas semanas más tarde llegan a las tierras cátaras con Freya, y Tobias se encierra en su estudio para componer dejando a su mujer al cargo de la casa, el jardín, la cocina y, sobre todo, un bebé muy enfermo. En realidad ninguno de los dos acepta la situación. Saben que deberían querer a su hija pero sienten miedo de involucrarse demasiado para no sufrir. A lo mejor por eso Anna no se queja cuando su marido admite:
Anna, los dos andamos dando palos de ciego en la oscuridad, tratando de encajar lo de Freya a nuestra manera. Sé que estoy… poco accesible… pero necesito estarlo. Necesito encontrar aguna vía de escape, aunque sólo sea en mi cabeza. Estoy tan asustado… Tengo miedo todo el tiempo.
Ella tira del carro gracias a la ayuda de un grupo de personas que se cruzan en su camino y que hacen que la novela y su protagonista rebocen de vida y buen humor a pesar de los obstáculos. A lo largo de los 12 meses durante los cuales transcurre la trama tenemos varias oportunidades para conocer sus historias, anhelos y peculiaridades. Participamos en sus fiestas y funerales, entramos en sus casas de piedra, como casi todas en la zona, o las montadas en un árbol. Llegamos incluso a descubrir la verdad sobre unos acontecimientos trágicos de los últimos meses de la IIGM, en los que estaba involucrado uno de los vecinos de Anna y Tobias. Una vida normal en una comunidad pequeña y un poco cerrada; cosas normales, cotidianas que pueden ocurrir a cualquiera en cualquier lugar del mundo.
No obstante, si fuera sólo así, Una cocina a prueba de ratones sería una versión a la francesa de alguna novela de Marlena de Blasi (que confieso no haber leído) sobre su vida en Toscana. Saira Shah logra cambiar el tono y el mensaje de su libro gracias a Freya, un personaje basado en su propia hija. La discapacidad de la niña obliga a sus padres a repensar por completo su modelo de vida, objetivos y deseos, así como su escala de valores. La novela nos muestra el complejo proceso de la maduración, de llegar a ser uno mismo. Habla de lo imprevisible que puede ser la vida y de que vale la pena encontrar fuerzas para enfrentarse a lo que el destino nos depara, sea una invasión de roedores en la cocina, sean los ataques de epilepsia de un bebé con parálisis cerebral. Y aunque el único placer que nos quede sean las pequeñas cosas cotidianas como la comida:
El interior de las calabazas es de un naranja suculento; cuando las cortas, da la sensación de estar rebanando la carne de algún animal. Cuando hundes el cuchillo en las entrañas, manan jugos que manchan la hoja. Te invade un olor maravilloso, a medio camino entre el pepino y el melón.
Saira Shah evita los caminos fáciles, no da explicaciones ni recetas. Nos brinda la oportunidad de mirar dentro del alma de sus protagonistas pero nunca revela todas las cartas, esquivando así las trampas de la trivialidad. Escribe sin criticar, evaluar o moralizar, mostrándonos toda la gama de colores de los que se puede teñir la paternidad.
El amor es la tierra que afianza nuestras raíces. Sin él, nada impide que caigamos.